lunes, 8 de marzo de 2010

8 de Marzo 2010: nieva en La Floresta

Cuando tenía 20 años – en la prehistoria, diría mi hijo – conocí a una chica llamada Mirta. Empezamos siendo compañeras de trabajo, acabamos siendo grandes amigas. Nos separaron el estatus social y mi huída. Pero esa es otra historia.

Mirta desconfiaba de mí al principio. Pero enseguida bajó las barreras y me ofreció su amistad. Entre mate y mate, un día comenzó a desgranar su historia.

Me contó que cuando tenía 16 años, ella y su hermana, tres años mayor, eran militantes de las Juventudes Peronistas. Que el 20 de junio de 1973 fueron juntas a la manifestación que iba a recibir al señor Juan Domingo Perón de su exilio franquista, a ese acontecimiento que luego la Historia llamó La matanza de Ezeiza. Me contó cómo iban en la manifestación liderada por hombres fornidos con pancartas sostenidas por cañas, que de repente bajaron las pancartas y de adentro de las cañas sacaron armas, que comenzaron a disparar a diestra y siniestra, la gente huyendo, el griterío, la confusión, la huída.

Ella y su hermana se supieron acorraladas y se fueron de casa para no comprometer a su madre. Cada una cogió un rumbo diferente, en la ilusión de ser presas más difíciles. Su hermana era un cuadro importante de las JP y sabía que iban a por ella. Así que Mirta se fue a una pensión con una amiga a esperar que se calmaran los ánimos.

Mirta me contó que a los pocos días – ella tenía 16 años – una tarde en que estaba con su amiga en la puerta de la pensión tomando leche directamente de la botella, aparecieron ellos, con sus gafas oscuras y su tormenta implacable, sus armas siempre listas y su atropello de botas. Me contó cómo la leche se estrelló contra las paredes del pasillo de entrada de la pensión manchándolo todo. Que esto le había encantado: “que se joda, la vieja de mierda esa, siempre pensé que fue ella la que nos delató”.

Con los ojos como tizones encendidos, me contó cómo las empujaron hacia el infierno por siempre jamás. Cómo las arrastraron de los pelos hasta el Ford Falcon. Que habían estado antes en casa de su madre. Que habían destrozado todo, pegado a su madre y robado el ajuar que su hermana había escondido dentro de la lavadora. Me contó cómo una vez chupada se aferró a la posibilidad de seguir viva sólo para encontrar a su hermana.

Mirta pasó ocho meses desaparecida, es decir, chupada, pescada, torturada y retenida sin juicio ni ningún tipo de garantías legales, a 1000 km de su ciudad de origen y sin informarle a ningún familiar. Luego pasó a la legalidad como presa política y estuvo detenida 3 años más.

Al principio no hablaba sobre esto. Pero cuando rompió las barreras de la desconfianza y creció el cariño entre las dos, nos pasábamos horas hablando, riendo y llorando anécdotas. Me contaba cómo mataban el tiempo bordando toallas que luego desbordarían, utilizando los hilos de colores que sacaban de las toallas que las presas ricas recibían de sus familias, enhebrándolos en agujas que hacían con huesos, bordando las toallas blancas y quitando los hilos luego para no dejar rastros de su osadía. Me contaba cómo se comunicaban con un Morse inventado por entre los retretes de las celdas. Cómo se formaron dos grupos: las primas y las hermanas. Las primas eran las de la izquierda que las peronistas consideraban radical. Las hermanas, las peronistas que las de la izquierda consideraban de derecha.

No hablábamos sobre lo que les hacían los malos: eso yo ya lo sabía, y ella mejor que yo. No perdíamos el tiempo en sus maldades. Hablábamos sobre cómo se organizaban desde las alcantarillas, de dónde sacaban fuerzas para seguir, cómo los malos habían determinado sus vidas de una vez y para siempre.

La última vez que vio a su hermana Mirta tenía 16 años. Un día, casi llorando, me dijo que no podía más, que estaba segura que su hermana estaba viva. “Quizá estaba embarazada, quizás parió en cautiverio, quizás se escapó a Europa y nosotras no lo sabemos, quizás me la encuentro un día en el colectivo, quizás…”.

En aquella época yo tenía mucho tiempo libre: trabajaba por las mañanas y estaba estudiando en la universidad. Pero no teníamos dinero para salir, no teníamos tele, no existía Internet y el país estaba devastado, por lo que pasaba muchas horas sola en casa. Para distraer mi soledad y no pensar demasiado, me inventaba trabajos manuales. El día en que ella me contó su secreto sobre la esperanza de que su hermana estuviera viva, volví a casa, comí y comencé a pintar una botella de cristal con esmalte de colores para regalársela. Pintaba tan concentrada en su historia, intentando con cada pincelada borrar con colores la injusticia insalvable que perseguía a Mirta entre las sombras del tiempo para no irse más. Y sobre todo, pensaba en su hermana. Entonces ocurrió algo increíble, y sé que es como explicar un sueño, sin sentido más que el que quien escuche la historia le quiera dar.

Sentí una presencia a mis espaldas, un aire helado, un grito ahogado. Me giré bruscamente en la silla y aullé de pánico: allí estaba, con su pelo largo, sus pantalones de campana, su figura difuminada en la habitación casi vacía de muebles, recortada su silueta entre el marco de la puerta.

Nunca acabé de pintar la botella. Al día siguiente, cuando volví al trabajo, la miré a los ojos y le dije: “No te tortures más con ese imposible. Tu hermana está muerta. Lo único que podemos hacer es investigar si parió o no.” “Mi madre no quiere saber nada con las Abuelas", me dijo "la fueron a buscar a casa, pero ella no quiere más política, no quiere más.”

Mirta y su hermana nunca salieron en primera plana de ningún diario. Mirta no buscó al hijo o hija que quizás había nacido en medio de torturas y violaciones. Ni tuvo asistencia psicológica para pasar el trago. Ni fue indemnizada por el Estado por la ignominia. Ni recibió ningún tipo de compensación, ni legal ni de ningún otro tipo, por lo que había vivido.

Mirta no se relacionaba con casi nadie. No tenía amistades y vivía con su madre. Reía mucho, dejando asomar sus dientes picaneados. Tenía el pelo como el trigo: reseco, amarillo, quebrado. Yo la adoraba por su alegría. Los malos se le habían llevado todo, pero su risa nunca. No la supieron encontrar.

Mi hijo tiene hoy 14 años. Dos años menos que Mirta cuando violaron su vida por siempre jamás por el terrible delito de repartir panfletos en un colectivo.

Me he atrevido a explicar esta historia porque confío en que la nieve que admiro feliz y cómodamente desde la ventana sabrá aplacar el estruendo histórico que llena la habitación y no me deja escribir mis habituales chorradas sobre el amor, la pasión y otros delirios.

Y también porque estamos en el mes de marzo y se cumplen 34 años de la subida de la Junta Militar Argentina al gobierno. 34 años de rabia que me alimenta y vomito sobre el enemigo, implacablemente. Ni olvido ni perdón. Me cago en Dios, en la tortura, en los aparatos del Estado y en el día de la mujer.


(Acabo de releer este post y me doy cuenta que he cometido el error que le digo a Diana que no ha de cometer: dar cosas por sentado. Pienso en aclarar detalles, pero vuelvo a mirar por la ventana y me doy cuenta que el ruido de sables en la habitación es tan poderoso que la nieve necesaria para acallarlo tiene que ser por fuerza cada vez más intensa. Ya no se ven los árboles: solo copos. Así que paso de los detalles: quien no sepa qué pasó, cuándo ni cómo, que se informe, que ya bastante tengo yo con hacer nevar)

4 comentarios:

Lubna Horizontal dijo...

pues eso, que dar por sentado que lxs demás puedan o no saber de lo que hablas en realidad no es problema de una, quien quiera saber que sepa que para eso está ese dios que todo lo sabe (google), aunque hoy no ha sabido pronosticar esta nevada divina.

un abrazo, me sumergí durante una hora en tu narración, navegué por aquí y por allá y ahora también hay ruido de batalla en mi salón.

Unknown dijo...

paredon paredon ni juicio ni castigo y que me abran ya la causa por incitar a la vilencia

HelenLaFloresta dijo...

cuidado, anarko cerda: en la península ibérica, más concretamente en España, llamar preso político a un etarra es incitación a la violencia. a ver si todavía acabas cebandole mate a otegi...
jeje

Autolísica dijo...

La historia del mundo esta escrita con sangre inocente...menos mal que nosotras la escribimos con flujo vaginal...
muaaaaaa