Los primeros días fue una explosión: tenía la sensación de haber estado esperando este momento todo mi vida: la gente okupando el espacio público, autogestionándose, asambleando, mezclándose, sonriendo en lugar de ir con caras de arenque ahumado. Esta explosión de expresión, de debate, de asamblerismo, me conmovió y emocionó.
Participé en las asambleas de comisiones y las generales desde el respeto y la escucha, ya que consideré que yo tengo ya canales de expresión (porque me los invento cada día, no porque mi voz sea considerada digna de ser escuchada), y me pareció que lo realmente democrático era escuchar a quienes nunca hablan, nunca se manifiestan, nunca debaten. Me apunté a la subcomisión de cultura de la comisión de contenidos, con la esperanza de aportar mi granito de arena en un grupo más reducido y concreto, para evitar la dispersión y en busca de confraternizar con semejantes. Pero tuve que dejar de participar al plantearse asambleas diarias a las 7 de la tarde, ante mi perplejidad por una propuesta tan poco sostenible a largo plazo. Intenté participar en la subcomisión virtualmente, pero mi propuesta de establecer ese canal resultó inviable por el temor de de que la gente dejara de participar en las asambleas y lo hiciera única y relajadamente (¿no era esta la #spanishrevolution?) desde sus casas. Así que me dediqué a participar virtualmente como informadora.
Seguí las asambleas generales via streaming, y me asusté ante el curso que tomaban las propuestas, como la de pedir la prohibición a los paquis (devenidos paquistaníes en ese arranque políticamente correcto que todo lo invade) de vender cervezas dentro de la plaza (atención: las acampadas no son un botellón, eso está claro, lo que es oscuro es que la prohibición -desde lo políticamente correcto- suplante a la responsabilidad. ¿Por qué no establecer un espacio en el que no se aceptan conductas agresivas en lugar de asumir que quienes consumen alcohol no son nunca responsables de sus actos? ¿Por qué repetir las dinámicas del papá Estado que todo lo prohibe en aras del "bien público"?). Pero la posición que consiguió sacarme de las casilla fue la de que "la policía tmabién son personas / la policía es nuestra amiga". Como bien dijo mi amigo Enric, la policia es un cuerpo, no son personas, y como bien sabemos quienes hemos soportado su violencia brutal, cuando ese cuerpo obedece órdenes lo último que debes hacer es ofrecerles tu otra mejilla. Y lo que más me dolió de ese discurso pacifista era que, si hay que ser pacifista cuando viene la policía para que no nos pegue, eso significa que a quienes nos han pegado (y arrancado ojos con balas de goma, y roto piernas y brazos, y encerrado y torturado en calabozos, y procesado por delitos que no cometimos, y sentenciado en procesos judiciales fraudulentos y condenado por lo que no hicimos, y no sigo pork reventaré el teclado) ha sido porque habíamos actuado violentamente, porque la policía había tenido que actuar ante nuestra violencia, porque nos lo merecíamos, en fin. "Algo habrá hecho", decía mucha gente en Argentina cuando se enteraba que habían desaparecido a su vecina preñada de ocho meses para violarla, robarle la criatura y arrojarla a ella al mar. A pesar de todo, confié en todo momento que esta explosión adquiriría nuevas fuerzas cuando se trasladara a los barrios, que es lo que está pasando ahora y el mejor camino que veo hacia transformaciones reales.
Desafortunadamente, el brutal ataque de los Mossos el viernes vino a confirmar nuestros temores. Y la gente volvió a salir a la calle en masa: otra vez la okupación, la autogestión, la respuesta a la brutalidad. Para quienes siempre nos hemos sentido atacados no sólo por la policía sino por la indiferencia de la gente ante su brutalidad, no ha sido una novedad. Los Mossos, cuando pegan, es así como lo hacen. El que lo hagan a pacifistas o a okupas no cambia el dolor del golpe. Pero esta vez, la gente en masa salió a condenar el ataque, y eso emociona.
El viernes por la mañana viajé a Madrid y tuve la oportunidad de participar en la acampada de Sol. En la asamblea general del sábado escuché una propuesta que me hizo levantar el culo del suelo y alejarlo de la plaza: la comisión de espiritualidad pedía que, en aras de una educación de todas las religiones en las escuelas, se eliminara el adjetivo "laica" del reclamo "por una educación pública, laica y gratuita". No me extenderé sobre el porqué de mi espanto, simplemente decir que en un país en donde la iglesia católica tiene (casi) más poder que el Estado, no hace falta ser Einstein para medir los peligros de este reclamo. Lo mejor de la asamblea: el chico que la moderaba. Chapó. Emocionante que alguien sea capaz de coordinar a miles de personas con alegría y sensatez.
Lo mejor que viví en Sol: la charla drag king dada por M en conflicto en la carpa feminista. Así, otra vez entre semejantes, otra vez el guetto, otra vez el pequeño grupo, pero esta vez en la calle, en la Puerta del Sol, abiertas a que cualquier persona que pasara se acercara a participar, a escuchar y decir lo que nunca pueden escuchar ni decir.
Y así me siento: una de cal y otra de arena. Emoción y empuje por un lado, desconfianza y tristeza por otro. Ayer leí una pequeña editorial del catedrático e investigador Daniel Innerarity (Bilbao, 1959, escritor de El futuro y sus enemigos: una defensa de la esperanza política) publicada en el suplemento Babelia de El País. Reproduzco unos párrafos que suscribo:
"La indignación es una virtud cívica necesaria pero insuficiente.(...) Indignación hay en todas partes (...) Indignados están, por ejmeplo, los que creen que el Estado de bienestar disminuye pero también los que consideran que está yendo demasiado lejos, los que piensan que ya hay demasiados extranjeros, los fanáticos de todo tipo, aquellos cuyo miedo ha sido agitado por quienes aspiran a gestionarlo.
Nuestras sociedades están llenas de gente que está "en contra" y escasean los que están "a favor" de algo concreto e identificable. El problema es cómo nos enfrentamos al hecho de que lo que moviliza son energías negativas de indignación, afectación y victimización. Es lo que Pierre Rosanvallon ha denominado como "era de la política negativa", en la que quienes rechaznn no lo hacen a la manera de los antiguos rebeldes o disidentes, ya que su actitud no diseña ningún horizonte deseable, ningún programa de acción. En este panorama, el problema es cómo distinguir la cólera regresiva de la indignación justa y poner esta última al servicio de movimientos con eficacia transformadora".
Y para posicionarme claramente: yo estoy a favor de la autogestión, el cooperativismo, la creación colectiva, la sexualidad libre, el definir a las personas por sus actos y no por sus credenciales identitarias, de la lucha y la responsabilidad cotidiana en el hacer (no sólo cuando me miran, no para quedar bien, sino porque nuestros actos tienen consecuencias). Y no estoy indignada porque no soy yo quien define qué es digno, pero sí estoy rabiosa desde que tengo uso de razón: rabia contra el poder dictatorial, rabia contra la guerra, rabia contra el abuso, rabia contra la violencia armada del Estado, rabia contra la discriminación, rabia contra el appartheid, la homofobia y todas las fobias, rabia contra el nacionalismo que impone fronteras y pasaportes, rabia contra la normalidad que anula las diferencias y nos señala con dedo acusador, rabia contra los poderes y personas que hacen de la miseria un negocio, rabia contra la privatización de los recursos naturales y contra la exterminación de todos los "obstáculos" humanos y no humanos que dificultan el enriquecimiento de algunos pocos.
Creo que quienes hace mucho nos dedicamos a este absurdo trajin de "hacer la revolución" no debemos caer en la tentación de suspender nuestras vidas para estar en la plaza. He anulado talleres y presentaciones, postergado la creación de una cooperativa de consumo y dejado de lado la organización de jornadas porque "ahora no es el momento". La pregunta es: ¿pues entonces cuándo?
Celebro que mucha gente haya por fin abierto los ojos a la injusticia: esto tenía que pasar. Ahora toca que al abrirlos vean que el cambio es complejo y tortuoso, que la lucha es cotidiana y permanente, que es en lo local en donde podemos crear otras redes de producción y consumo, otras formas de pensar y de actuar, que la masa es acrítica per se, que no podemos irnos a vivir a las plazas para siempre, y, sobre todo, que no habría que volver a empezar de cero en cada generación.
Y acabo con estos versos de la Princesa Inca como advertencia del peligro de los extremos:
Hay ojos que son ciegos viéndolo todo,
luego existen ojos que lo ven todo y acaban cegándose.
***
os invito a leer este excelente artículo de un vento ben via maribohleras:
http://maribolheras.com/?p=1584
***
os invito a leer este excelente artículo de un vento ben via maribohleras:
http://maribolheras.com/?p=1584