martes, 27 de julio de 2010

Despertar

Suele ocurrir que cuando estoy un tiempo sin postear, se me acumulan los relatos y no puedo escoger cuál merece más atención sin sentir que traiciono la experiencia.

Tengo muchos viajes por narrar, y sin diario parece que lo vivido se diluyera en el olvido. Pero no, en mi conciencia todo es recuerdo, emoción, y ahora tengo que explicarlo aun con temor a traicionar lo vivido. Quizá me libre el que la traición sea la arcilla de los héroes, pero la valentía, la madera de las heroínas.

Lo más importante a contar, el taller de Violencia Ribas que hicimos en La Floresta. Recogiendo la tradición feminista de los encuentros performativos, creamos un espacio con normas propias que habitamos durante unas intensas 48 horas de destete: tetas al viento y la gravedad, ruptura de cordones umbilicales, desprendimiento, galope sin riendas.

Lo que pensamos con Klau como una excusa para vomitar la violencia que nos indigesta cada día de la manera más políticamente terapéutica posible, se transformó en una bomba de efecto retardado, un alud de recuerdos, miedos y violencias que atropelló inocencias y se hundió en el mar. Y nosotras lo dejamos pasar (¡cuánta putrefacción!) lejos de nuestros cuerpos y nuestros presentes. Y nos volvimos a meter a la piscina y a reír como locas sueltas, locas sin manicomio posible, locas imposibles de atar porque no hay espalda lo suficientemente ancha tras la que atar tantos brazos unidos.

Walter Benjamin escribió: "Los romanos llamaron tejido - textus - a un texto". Trama, urdimbre, entramado. Durante esas 48 horas tejimos la red que nos sostiene, entre nosotras y con el mundo. Escribimos nuestros pasados, nuestros deseos, nuestros miedos, los leímos en voz alta, los gritamos, los volvimos a escribir. Tachando, borrando, cambiando comas, eliminando, añadiendo.

Pienso, luego dejo de existir 

En la foto, Lucia me acompaña un breve descanso explicándome (aunque ella no lo recuerde, lo sabe) porqué nuestro estar juntas en ese momento era feminista. Reproducir nuestra conversación es inútil e imbécil a proporciones iguales, así que la tejo con las hebras del recuerdo y la imaginación:

Lucía:  Las feministas se reunían..
Helen: (interrumpiendo) ¿por qué hablamos de las feministas en pasado? Cuando digo feminista pienso en mujeres quemando contenedores en un gran barril en medio de la calle. Es una foto, nada cotidiano
Lucía: Sí, eran aquellas mujeres
H: sí....
L: lo que quiero decir es que recuperamos esa tradición feminista de identificar un problema de manera colectiva y reunirse para atacarlo de forma colectiva, a través de la acción, de la transformación individual y colectiva a la vez, sin siquiera tocar los contornos del victimismo

Tres sudakas complotando contra el silencio

Una vive una situación dramática, más o menos conflictiva, más o menos traumática, más o menos violenta. El recuerdo y la necesidad de supervivencia la va cubriendo con una pátina grasienta que protege de su veneno, pero que hace que la mierda vivida se enquiste. A veces hay riesgo de metástasis: el tumor se desparrama y contamina cada suspiro, cada lágrima, todos los placeres.

Como seguir siendo a pesar de tener un padre y una madre hippies

Extirpar tumores es un proceso doloroso pero necesario. Por eso sólo puede hacerse de manera delicada y con mucho amor: al calor de la manada.

Tumores como la maternidad -la de ser madre e hija; el amor - romántico y luddita; la pareja -deseada y nociva; la construcción y deconstrucción de nuestra feminidad impuesta, con toda su carga de frustraciones... Con estas cuestiones gastamos nuestras gargantas. Cuestiones que encierran palabras, muchas palabras que no queremos oír, mucho menos dejarlas caer de nuestros labios diseñados para besar: violación, discriminación, silencio, encierro, condena, insulto.

Cuerpos hiperneuronados en acción

Transformar  un silencio en acción es como un parto: desgarra, asusta, desconcierta, remueve. Pero cuando los ladridos son colectivos, el dolor es parte del proceso. Los vikingos de Astérix y Obélix querían aprender el miedo porque creían que les haría volar. Y tenían razón. El miedo consigue que te desprendas de tus entrañas y tu piel: sentir el cuerpo tan intensamente, la adrenalina que brota como manantial purificador, la conciencia total y absoluta de que se es humano, humano desde la médula hasta las uñas.
Pero instalarse en el dolor y trascenderlo sólo es posible cuando una mano te coge fuerte la mano para decirte que vueles, alto, pero que vuelvas, que estás aquí, alguien te espera, alguien te guía: esa mano, tu amiga, tu colega.

Esas 48 horas al calor de la manada consiguieron que tomara decisiones postergadas desde hace años, que escuchara "esos gritos ensordecedores que los hombres llaman silencio". Y que actuara en consecuencia: con valor, prontitud y responsabilidad.

Entre esas 48 horas caía, como al descuido, mi cumpleaños. No hay adjetivos que le honren. Pero sí suena fuerte el olor del calor intenso entrando por los poros y revolucionando las hormonas, el calor de las manos que guían, llevan, acompañan en medio del desierto. Y dan de beber. El mejor regalo de cumpleaños que recibí nunca: encarnar la conciencia de que no estoy/soy sola.


viernes, 9 de julio de 2010




 

A partir de hoy 22h, bono de participación en venta en:

La Bata, El Madame Jazmine y el 23

Hemos abierto un n'umero de cuenta 2100-0765-88-010051759

jueves, 8 de julio de 2010

Enfrentándome a mis propios ejércitos


Escribí el post anterior motivada por la mala hostia – el traje de la tristeza, dice el cuento – que me atravesó el día de ayer.

Hace un par de años disfruto de una alegría que me mueve a crear y a no hundirme. A veces desfallezco, pero sólo lo necesario para descansar y seguir andando. Sé que este estado de cosas no es habitual, ni en mi vida ni en las vidas ajenas, ni en mi mundo ni en los otros mundos. Por eso la cuido como río de oro, como si fuera el agua que brota de la fuente filosofal al ritmo de las estaciones del año, con más o menos fuerza pero siempre refrescante.

Como tantas cosas que valen la pena, esta alegría que me mueve estos últimos setecientos días de mi vida está motivada por una paradoja: la conciencia de la soledad y la muerte. La muerte de seres queridos, más o menos cercanos. Muertes algunas inmerecidas y otras a su tiempo, a veces esperadas, siempre profundamente tristes. Mi propia muerte, que sentí burlada aquella noche en que, Diana amada, compartíamos cama en La Floresta y un pino como tres troles se nos cayó en el techo.

Esa conciencia de mi propia muerte me llevó, el día después de aquella tormenta, a transformar un ensayo en mi primera novela, mi sueño postergado, porque me aterró darme cuenta de que podría haber muerto sin haber hablado. Esa conciencia de mi propia muerte se unió a la mesa de las otras muertes, y entre todas se pusieron de acuerdo para hacerme vivir.

Pero ayer – quizá por el calor que todavía sorprende – fue un día de mierda. Muchos pequeños detalles que se entrelazaron y fueron creando un ovillo de desgracias, broncas, desencuentros, injusticias.

El ovillo se me metió adentro y cuando empezó a joderme la cura del hígado, salió ese post.

Aturdida por la rabia y la tristeza, busqué mi último recuerdo de Natasha. Estábamos en el Barato, un día de semana tempranito por la tarde. Hablamos de muchas cosas. Todas estaban pintadas por la soledad.

La soledad… Nunca agradeceré lo suficiente a aquel pino homófono que me sacó del letargo de la autocomplacencia. Pero con la escritura empecé a gestar la conciencia de la soledad. Y esa no se va con un pino. Porque es un bosque impenetrable que a veces no me permite avanzar. Y tú, Diana querida, tantas entrañablemente veces eres la ninfa-fauno que me saca de esa espesura.

No me asusta la muerte en soledad, más bien la deseo. No soportaría el sufrimiento en los ojos ajenos. Pero la vida sin manos que coger es una tormenta de arena que no merece la pena soportarse.

Después de estas conversaciones con sonido de teclado, reafirmo mi miedo a la escritura. Eso demuestra su poder. Hay que tener mucho cuidado con el poder. Si un post que intentaba hacernos reflexionar sobre las uniones, puede crear rupturas, se me revuelven las tripas de pensar que pasará con las más de cien páginas de vómito aletargado que es esa novela post-tormenta.

La buena noticia: escribir es explosivo. Estamos armadas.

PD: para evitar efectos secundarios, mi mensaje es que ayuda más a vivir, querernos y cuidarnos que repartirnos hostias. Y que siento muchísimo haber generado sentimientos de injusticia en alguien que admiro y amo.

miércoles, 7 de julio de 2010

Muere una puta


Natasha fue encontrada sin vida en la bañera. Sola. Tres días después de su muerte.

¿De qué murió? De la vida misma es una respuesta rápida: para morir sólo hace falta estar viva. Pero, ¿Qué tipo de vida te lleva a morir sola en una bañera y que te encuentren a los tres días? ¿qué tipo de vida lleva a que tu familia no esté para estos trotes y decida distanciarse del asunto? ¿qué tipo de vida permite la muerte más dolorosa: la muerte en vida?

La respuesta más tentadora es pensar que una persona vencida a la fuerza letal del alcohol no podía esperar otra cosa; que alguien confinado a la marginalidad no podía soñar otra muerte. Cuando sé es transexual, puta y alcohólica –tres condiciones que van alegremente de la mano como hermanas en desgracia – la soledad es un asunto cotidiano, y la muerte, una cuestión de tiempo. Pero esta respuesta deja de lado aquello que afirmó Perlongher: “la fuga de la normalidad abre un campo minado de peligros”.

Hace muchos años escuché decir: “Estamos de luto. Ha muerto Juan Domingo Perón.” Un hombre, un nombre. Otra gente escuchó: “Españoles, Franco ha muerto”. Un hombre, un nombre.
Afortunadamente, nunca más volveremos a ver en vida a Franco ni a Juan Domingo Perón, pero sus imprentas históricas y el poder de sus nombres perdurarán por siempre en la Historia y el recuerdo de los pueblos.

Sin embargo, ante la muerte de Natasha no podemos siquiera decir: “Ha muerto Natasha”. Al llamar a la funeraria para saber cuánto hemos de recaudar en la próxima fiesta para pagar la incineración, tenemos que decir: “Ha muerto Nicolás”. Un nombre en un DNI, un desconocido, alguien que quizá nunca existió.

Hace años que Nicolás se fundió en el cuerpo revolucionado de Natasha. Aunque – afortunadamente – algunas funcionarias tienen ética y contemplan su nombre verdadero, al Estado y sus instituciones todo esto le importa una mierda. Vidas descartables. Innecesarias. Molestas. La basura va al contenedor, y de allí, a algún sitio inhóspito alejado de ciertas conciencias.

Mientras tanto, la manada aúlla y se da mordiscos. Peleas, algunas con sangre, dividen nuestra comunidad. Antonia deja de hablarse con Julita, Pepita está enfadada con Lolita, Maripili y Juanita no se hablan por una nimiedad que se transforma en asunto de Estado. Ceños fruncidos. Broncas. Desvelos. Traiciones. Mentiras.

Flori me dijo: “Moriremos todas solas”. Yo creo que lo peor es que no nos damos cuenta de que vivimos solas, que nos cuesta aceptar todas esas noches que nos adormecimos en colchones de púas, que corremos un tupido burka anfetamínico sobre nuestra capacidad para crear mundos vivibles mientras ahogamos en alcohol nuestros miedos más profundos. Y, entretenidas con nuestras disputas, vamos dejando que el óxido nos corroa lentamente.

Nenas, no queremos cadenas. Queremos libertad. Y la libertad exige una responsabilidad atroz: la de una ética que nos una no porque la sociedad nos machaca, sino porque vivir es una guerra permanente: contra la violencia de un sistema uniformador; contra la desolación de un paisaje pintado con la pátina sombría de la marginación; contra el clientelismo que instala a mercaderes de la vida en las instituciones que deberían defender los derechos humanos, como el de “vivir y morir con dignidad”.

Maripili, Julita, Pepita, Juanita: no mires para otro lado. Pon la bronca en su lugar y únete a tu hermana porque, como decía el Martín Fierro y mi papá cada día después de la cena: “Nunca se olviden de esto: los hermanos sean unidos, esa es la ley primera, porque si entre ellos se pelean los devoran los de afuera”.

Mientras tanto, discuto fatigosamente con funcionarias de la Generalitat por un informe sobre la homofobia en Catalunya que no se quiere publicar. Y me entristezco soñando qué pasaría si asumiéramos la responsabilidad de poner límites a la injusticia, qué pasaría si cada marica, cada bollera, cada trans, cada puta, loca, inmigrante, desgraciada, marginada y pisoteada por este sistema de discriminación de lo bueno y lo malo, lo normal y lo perverso, lo aceptable y lo aniquilable, uniéramos nuestras fuerzas contra el fascismo que mata en vida.

Y lo que más me jode de todo: que no puedo evitar pensar que soy una paranoica, que mi enfado es injustificado, que peleo con molinos de viento en un desesperado intento de construir una burbuja de paz y felicidad, esos gloriosos conceptos.

Entonces es cuando me cago en la paz, en la felicidad y la bondad; vomito mi rabia sobre las leyes que intentan tapar una injusticia atroz y deseo fervientemente una performance queer de Violencia Ribas.

Natasha, que descanses en violencia y puedas así vomitar tu soledad sobre los zombis que jugamos a la convivencia pacífica. Amén.