
Acabo de terminar Betibú, de Claudia Piñeiro, escritora que se dedica a la intrincada tarea de describir esa telaraña que es la sociedad argentina. Y lo hace guiando nuestro entusiasmo con la ansiedad del thriller, pero sin dejar de alumbrar los recodos en los que se ocultan las pasiones y atrocidades de una sociedad revuelta y tanta veces atroz. Igual que hizo en Las viudas de los jueves, Piñeiro centra el relato en una muerta violenta dentro de la clase alta argentina, la que vive atrincherada en los countries, modernas fortalezas habitadas por familias enriquecidas gracias a la usura y el expolio. Pero Piñeiro no nos habla de la muerte, sino de "... la verdadera historia que corre por debajo de la muerte, la que más me importa, la cotidiana, esa que la muerte no alcanza a detener."
Cuando yo todavía vivía en Argentina, los countries eran refugios de fin de semana para familias pijas. Eso fue antes de los primeros asaltos a los supermercados (en 1990) y mucho antes del corralito. Ahí fue cuando la gente enriquecida gracias a burbujas varias asumió la necesidad de aislarse del resto de la población para proteger su patrimonio y, sobre todo, sus culos y los de su descendencia. Así fue como la aristocracia económica se atrincheró en esta suerte de campos de concentración de verano en los que es "más fácil salir que entrar", como dice el taxista a Betibú saliendo de la barrera del control de seguridad de la entrada del country. Frase que podríamos aplicar a las fronteras de esa nueva aristocracia económica y su mundo.
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country en Argentina |
En Europa, donde el espacio geográfico es más reducido, este tipo de distribución territorial se me antoja casi imposible. Aquí el territorio está ya repartido hace mucho, muchísimo tiempo; la movilidad social es bastante más reducida; y la movilidad cultural mucho más. Europa no es país para countries. Esta función la cumplen ciudades enteras, hasta regiones: el norte, siempre el norte. Yo misma vivo en una especie de gran country, Sant Cugat, o Sancagat para las amigas, un feudo de la alta burguesía catalana aliada con el Opus Dei, en el que "disfrutamos" de smart streets, ordenadores callejeros en los que puedes hacer cualquier trámite administrativo municipal, un club de golf en pleno centro, y algo así como tres hípicas. Aquí, los perros son protagonistas indiscutidos de la comunidad cívica, las calles están tan limpias como en Suiza, lo más parecido a un "paquis" es el Opencor y lo más cutre es el Mercadona. En Sant Cugat nunca miras al cruzar la calle, la chavalería se mueve en bici, monopatín o skateboard como si estuvieran en un camping, no ves municipales ni mossos por la calle y, si tienes menos de 20 años, puedes fumarte un porro (o los que te de la gana) en el parque sin que nadie diga nada. Aquí, a diferencia de las ciudades regladas por las ordenanzas cívicas, no está prohibido jugar en los parques, que tienen césped súper verde y mucha sombra, ni tampoco aparcar durante 15 minutos tu todoterreno negro en el centro de una rotonda mientras esperas, acomodándote las gafas de sol, a que tu retoño con uniforme escolar trepe al asiento trasero.
Mientras pienso en esta analogía, me pregunto sobre la posibilidad de una Claudia Piñeiro catalana que nos contara los tejes y manejes de esta sociedad elitista, destructora y avariciosa. Pero quizás esta sea una de las grandes diferencias entre el viejo continente y el Coño Sur: la permeabilidad de las familias pudientes en Europa es tan porosa como el cemento con el que construyeron su riqueza, o como el catolicismo recalcitrante del que se nutren: cero patatero. Ser aquí una Claudia Piñeiro sería considerado un caso de terrorismo extremo, en el mejor de los casos. En el peor, un caso de alta traición de clase. Si no me creen, escuchen la historia de Jorge Luis Marzo, recientemente expulsado de la Escola Elisava por razones que quizás incluyen la escritura de este texto sobre el malestar en el arte contemporáneo local y la política cultural catalana. Allí dice: "No hablamos aquí de las consecuencias de la crisis económica o de los recorte en cultura (cerca del 40% durante los últimos dos años) aunque para muchos esta situación pueda ser ahora la coartada perfecta para hacer lo que siempre han querido hacer".
Una vez, un señor muy catalán de la alta burguesía me dijo: "lo que menos soportamos los catalanes es el ridículo. Tenemos mucho, mucho pudor". ¿Será por pudor, pues, señor Jorge Luis Marzo, que se queda usted sin trabajo? No sé, no sé, aunque evito pensar por analogías, a veces mis neuronas relacionan cosas que parecen distantes, pero yo veo como se tocan.